Omar Andrés Reina M. Viajador y Contador de Historias 
Líder de cambio, escritor, político, viajero y promotor de causas colectivas. Administrador de Mercadeo, Especialista en Economía Urbana y Regional, Magister en Estudios Políticos.

Existe una verdad escalofriante: Las impresoras sienten el miedo. Cada vez que el estudiante debe entregar un trabajo con urgencia; cuando el ejecutivo va tarde a su junta y necesita como nunca llevar el informe de ventas; incluso cuando alguien como yo, quiere imprimir una columna, porque disfruta más leer en el papel que en la pantalla, la impresora decide que el ambiente no es el ideal para cumplir con su función y resuelve anunciar un error.

Justo ahí, ante los ojos desorientados de quien oprime las teclas “Ctrl+P”, el espíritu que habita el artilugio se revela y alimentándose del miedo, tortura al operador sumergiéndolo en un océano de comandos y opciones de impresión que ningún ser humano puede descifrar.

Me pasó justo esta semana, aunque intenté con mis pobres conocimientos en sistemas, solucionar el problema de mi impresora; ella se amparaba en mi temor de oprimir la tecla equivocada, para hundirse cada vez más en un enredo de opciones y botones que sugerían llamar a la línea de servicio técnico. Yo, como buen ignorante, la desconecté, le pegué un par de palmadas producto de mi desespero y la encendí de nuevo para percatarme, que los dos bombillitos seguían alumbrando intermitentemente como dice el manual, anunciando que el aparato tiene que ser revisado por un técnico especialista. 

Maximiliano y Salvador no son afectos al papel. Mis intentos para que atiendan los libros de colorear, han dado como resultado frustraciones y muchas páginas rayadas por un desorden de color. Detestan que parte de los planes que hacemos, tengan actividades con crayolas, papel de seda, colbón, temperas y hojas tamaño carta. Siento que es un castigo para ellos mi intento de ser profesor de educación artística y manualidades. 

Sin embargo, bien distinta es la escena cuando vamos a colorear en una aplicación del celular. La agilidad que tienen con los dedos es increíble; su capacidad para desplazarse por la pantalla del teléfono es envidiable. No saben leer ni escribir pero tienen claro cómo encontrar en YouTube a “Jorge el curioso” y a la “Patrulla canina”.

Pero, lo que más me ha causado asombro, es que a menos de cuatro años de existencia, puedan manipular a su antojo un dispositivo electrónico tan complicado y lo mejor, sepan cómo colgar una video llamada sin la incomodidad de despedirse.

La tecnología avanza a una velocidad muy superior a la que cambian las generaciones. A mis contemporáneos les correspondió la transición de lo físico a lo digital. Las actuales generaciones, han convivido con la vertiginosa actualización de las herramientas, al punto de perder la línea divisoria entre el mundo real y la virtualidad. Entre videojuegos, celulares e internet, los niños del mañana no van a saber lo que es la vida sin conectividad y asistirán bien pronto a un mundo impregnado por el internet de las cosas y la interoperabilidad.

La educación está cambiando y mucho más cuando debemos estudiar de una manera virtual e improvisada. Asusta la idea de la calidad del conocimiento que adquirimos en medio de la necesidad de rellenar horas y horas de clase, cumpliendo el horario contratado, sin saber si quiera, si el contenido de la cátedra está siendo entendido o al menos escuchado por el alumno, que no está preparado para aprender en un entorno ajeno al de la educación habitual. Surge entonces la duda si será necesario convertirse en profesional para afrontar los desafíos laborales del mañana; que tal si es mejor prepararse en un oficio específico y con el ganarse la vida.

Después de que logré huir de mi impresora, llamé a varios técnicos para buscar ayuda con mi problema. Lo mínimo era llevar el aparato, el día de pico y cédula, para que después de un diagnóstico, una semana y ciento veinte mil pesos después; pudiera recoger la impresora y la llevara de regreso a mi casa. Decidí que un par de bombillos titilantes no me vencerían; y en algún lugar de internet debía encontrar una solución.

Dos horas y ochenta y cuatro páginas después, un tipo en Guatemala ofrecía arreglar impresoras como la mía en 10 minutos. Le escribí en su casilla de contacto con mis datos. Me contestó de inmediato, me pidió un par de accesos y dándome instrucciones me envió un enlace de descarga. Lo abrí, hice lo que me dijo y un par de clics después,  la impresora estaba reiniciando su sistema; al cabo de unos minutos, funcionaba como nueva.

Me dijo que si estaba satisfecho con su asesoría, le podía pagar con 10 dólares a través de una aplicación. Se llama Raúl y tiene 13 años. Arregló mi aparato a distancia, en cinco minutos; averigüé que tampoco le gusta colorear en papel, pero a pesar de eso, gana más de dos mil dólares al mes, ayudando desde lejos y por un celular a personajes anticuados, nostálgicos y temerosos del futuro, como yo.

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